viernes, 13 de enero de 2012

Arenas Movedizas

El recuerdo de aquel beso apasionado de la no tan lejana adolescencia, y que no fue el primero, pero sí el que empezó a despertar el líbido sentir de esos ricos labios de Leticia, tu segunda novia, y con la que estuviste a punto de perder la virginidad. Sí, Leticia. Aquella diva de la pubertad, inmaculada, perfecta desde su mirada hasta su voluptuoso derrièr; ni que decir de esos tobillos delicados y sensibles, donde descubriste que esa era la ruta segura para tener carta abierta a su lado más prohibido; ese lado que toda tu promo del colegio envidiaba. ¡Ramiro! ¡Tú! ¿Quién podría imaginar que tú eras el afortunado? Tú que eras tan común, corriente y silvestre; nadie iba a imaginar que Leticia y tú iban a ser la parejita de moda de aquel 1987, cuando ambos estaban en quinto de media. ¡Qué suerte la tuya, cabrón! Muchos jóvenes universitarios, con el carro del año que papi les regaló, lucharon por estar en tu lugar. Y tú que sin ser un “don nadie” eras catalogado por la gente universitaria, como un perfecto “don nadie” que le ganaste nada más ni nada menos que al mismísimo Renzo Arizmendi, la fantasía sexual de todas las chicas universitarias, y el príncipe azul de las chiquillas colegialas del cuarto y quinto de secundaria. Así es Ramiro, tú eras chancay de a veinte a su lado; y él también asomaba las narices por el mismo territorio el cual tú fuiste dueño. Nadie pensó que tú ibas a ser el acreedor del amor de esa bella y dulce doncella. Si una casa de apuestas te hubiera considerado en la postura de quien era el correspondido de Leticia Ortiz, tus posibilidades eran nulas. Aun así, hubieses sido el golpe de la polla, el que hubiese hecho millonario al único huevón que apostaría por ti, o sea, tú.

Y allí estabas tú, encima de ella punto de hacer el mejor de gol de tu moza vida; y ella debajo de ti dispuesta a entregarte su delicado cuerpecito de fino cristal. Cómo no envidiar es dicha tuya. Pero, ¡ja! Lamentablemente tenía que haber un ‘pero’, y no eres la excepción; esa vez olvidaste poner el pestillo a la puerta del escritorio de don Florencio Ortiz, el conservador padre de ‘Leti’. Justo en el momento que andabas por avizorar los dóciles pechos de Leticia y disponerte a besar suavemente esos hermosos pezones, entró don ‘Floro’ a su escritorio y la terrible sorpresa que le causaste al papa de ‘Leti’. Cómo pudiste ser tan insolente al violar toda la confianza que don Florencio depositó en ti, y le pagas robándole la castidad a su adorada Leticia, la flor de su vida. Sino mataste a don Florencio de un infarto, quizá sea porque el destino te repararía alguna situación donde pagues en carne viva desquiciada pendejada de dos estudiantes de secundaria que jugaban a ser amantes.

El rostro arrepentido y avergonzado de ‘Leti’ al ver la cara iracunda, roja de rabia, de su padre quedará siempre marcada en algún rincón de tu cerebelo, y de tu cerebro también.

Claro, esa escena te marcó un punto de inflexión en tu vida. Algo que sospechaste en cada milésima de segundo mientras te tragabas en cámara lenta, y cuadro por cuadro, cada palabra del papá de Leticia. Y tú te hallabas con la ropa desacomodada, fiel estilo de un amante de verdad cuando empieza a cortejar a su pareja, abrumado por haber sido descubierto en el momento preciso que ibas a empezar a probar los manjares del placer. Esa misma noche la vida de Leticia y la tuya terminaron tomando dos rumbos distintos. Los padres de ‘Leti’ la enviaron hacer sus estudios universitarios en Lima. Como reprimenda por haber osado regalar el tesoro del goce a un imberbe degenerado. Iba ir a parar a un pensionado de religiosas, a ver si así se le ocurría volver a jugar a la luna de miel sin haber pasado previamente por el altar. Sin embargo, tú seguiste la carrera de Administración de Empresas en Piura; y por más que te dolió alejarte de Leticia, el tiempo que duraste en la universidad te sirvió para superarlo.

A pesar de ello, el tiempo los volvió a cruzar en una misma vía. Causando una grata sensación al reencontrarse. Ella era toda una jefa del área de recursos humanos de una transnacional, y a pesar de los años la esencia de su belleza y la dibujada silueta de su cuerpo se mantenían como intactas. Y tú Ramiro ya ocupabas cargos de asistente de gerencia en una entidad financiera de renombre. Ambos eran exitosos en sus respectivos campos. Ambos eran personas hechas y derechas, plenamente realizadas y maduras. Ambos estaban solteros. Y también habían perdido la virginidad respectivamente con su afán de turno de aquel entonces. El misterioso capricho del destino los volvió a juntar en una casualidad propia e inexplicable del azar. Recordaron todo esa vez, e inclusive aquel incidente que casi manda al mas allá a don Florencio, pero igual mandó al más allá, pero de la casa de ‘Leti’ a Ramiro. Aunque no lo expresaron de manera implícita ni explicita, ambos la tenían muy clara. Sus pensamientos coincidían en el mismo deseo. Tenían que quitarse el clavo. Mejor dicho quitarse la ropa y hacer el amor, y completar la tarea pendiente de hace veinte años. Esa idea habitaba en el plano de la dimensión mental que a veces es difícil de descifrar, pero cuando dos almas gemelas se reencuentran las miradas lo dicen todo. Ramiro, la tienes hecha en la siguiente cita.

Pero que pendeja es la memoria. Que te trae todo este recuerdo a la mente justo en el momento que un poco más de la mitad de tu cuerpo yace hundiéndose en el medio un pantano fangoso, en el cual estabas en excursión la tarde previa a esa noche que ibas a cenar con ‘Leti’. Quizá ese recuerdo sea el anuncio del final del camino, del principio del fin; de ese largo pero a la vez corto trayecto hacia la muerte, desesperándote porque el lujurioso deseo de penetrar en el ser de Leticia no será posible si no encontrarías salida a esta triste agonía.

Justo cuando ves el esfuerzo de tus amigos por ayudarte a salir del lodazal, y tu desesperación por no morir te obliga a cerrar los ojos pujando toda la fuerza de tu ser para que no te sigas hundiendo como queriendo detener a la fuerza de la gravedad; es en esos segundos donde te encontraste en medio de la nada bifurcado entre la vida y la muerte, y lloras por dentro gritando “¡No!” como queriendo aferrarte a la vida y negarte a la muerte. Y aparece en ese preciso instante de las preguntas la más injusta: ¿Por qué a mí? En esos breves segundos en que te juegas entre la vida y la muerte, que empiezas hacer un amplio debate del porque a ti. Ves a tu madre, ves a tu hermana, observas con plenitud los días en que jugabas en aquel parque cerca a tu casa, veías a los niños del barrio, los que jugaban contigo, la bicicleta nueva de tu primo Fernando, la niña de los rizos dorados que tanto te gustaba observar atemorizado de que ella se dé cuenta de que matabas el tiempo observándola. Don Fermín el viejo loco y mendigo que los para asustando y los hacía que corrieran despavoridos a ocultarse en alguna casa. Tu casa, en la que dejaste tu infancia, tu inocencia, donde sacabas provecho de toda tu vehemencia cuando te quedabas solo y eras un universitario pendenciero y juerguero. Cuantos recuerdos llegaron a ti en ese instante, cuando te tirabas a Sara, la pendejita que estudiaba ingeniera, que era feíta, pero su manera de quebrar la cintura cuando le hacías el amor te tuvo enfermo un verano que te quedaste solo en tu casa mientras el resto de tu familia estaba en la playa. El día que Anoha te invitó a la fiesta de Noche de Brujas en su casa de la más exclusiva zona residencial de Piura, y fuiste el único huevón disfrazado de cavernícola y toda la fiesta se dio cuenta de que eras tú. La noche de fogata en Colán que Germán te ridiculizo delante de Carolina, la chibola que te hizo descubrir lo que era enamorarse; cómo este recuerdo te llena de repulsión hacia Germán y querer olvidar esa noche. Mira quien ronda por tu mente, tus amiguitos de Ancón, con quienes pasaste inolvidables juergas y faenas, pero ya nada sirve porque vas a morir, y cuando el barro está cubriendo casi tu cuello es que exteriorizas el llanto desesperado acompañado por el grito más fuerte que jamás hayas dado, negando en ese periquete viajar al más allá.

Colmado hasta la mitad de tu rostro en eso lodo fangoso, cuando simplemente te resignaste a morir y tu mente te lleva hacia el futuro. Un futuro que jamás existirá, pero era la visión exacta de lo que te ibas a perder. El éxito de esa cita con Leticia, donde por fin de das el gusto de amarla, era el reencuentro con la chica perfecta, el matrimonio perfecto, la familia perfecta, y que lindos tus dos hijos que tendrías con Leticia: Clara y Joaquín. También eran perfectos, como su madre, pero con sabor a ti. Tu futuro laboral muy prospero, como jamás lo imaginaste. Ahí estaba. Avizoraste el mundo de las ideas precisas y sociedades perfectas, fruto de tu sacrificio. Recorriste lugares que jamás habías visitado, era un extraño ‘deja vu’ porque veías el futuro como si lo recodaras ahora. Y tus últimos minutos de conciencia te hicieron saber que lo que estuvo en tu mente no era una alucinación tuya, no era una imaginación y tampoco una ilusión, era lo que iba a pasar si no estuvieras ahí pereciendo. No te queda más que llorar, porque nada de eso, que iba a suceder, iba pasar. Era el arrepentimiento.

Arrepentimiento de haber escogido la ruta equivocada; arrepentimiento de haber ido de excursión cuando presentiste que no era día para ello; arrepentimiento de no poder pedirle perdón a tu hermana después de casi frustrar su embarazo; el arrepentimiento de las miles de veces que no hiciste caso a tu madre, como este día en que le renegaste cuando te sobreprotegía; ahora te arrepientes de la oportunidad perdida de follarte a Leticia, mejor dicho de la que te estás perdiendo; arrepiéntete de todas las veces que negaste a Dios en tu corazón, y crees que ahora no tienes su perdón; arrepiéntete porque estas respirando barro con el cuerpo totalmente hundido y eres consciente de este último sufrimiento.

Ahora yaces muerto y desaparecido, todo fue tan rápido que los intentos de tus amigos fueron en vano, nada se pudo hacer. Quizá ya estaba escrito el destino. Rostros de llantos desconcertados, odiando a la maldita muerte que llega cuando nadie la llama… dolor sin compasión. Y que les queda ahora, portar la desgraciada noticia a Doña Elena que su pobre Ramiro ha fallecido. El joven de los 36 años en el día que iba recuperar su ansiada oportunidad con Leticia, se ha hundido.

Los recuerdos ya son sombras que se difuminan en horizontes inciertos. La lágrima me dice que sus mejillas eran dulces y tiernas, que el tiempo no pudo arrebatarle la vejez ajena a la firmeza de sus piernas. No llores más Leticia.